de Béla Braun
Ayer, con el último acorde de “Killing An Arab”, The Cure dejó muda a la Ciudad de México. Pero también dejó tras de sí un rastro de brillantez y corazón del que muy pocas bandas pueden presumir.
En tres conciertos muy distintos entre sí, el grupo de Robert Smith mostró un dominio y una solvencia interpretativa más allá de cualquier cuestión. Pero más importante incluso resulta la lección moral que deja tras de sí The Cure: se puede hacer música desde el corazón, desde la mente creativa, de gran nivel y sin pensar necesariamente en el gusto del público o de los empresarios.
Así lo ha hecho siempre The Cure, desde la época en que le bastaban tres acordes y un estribillo pegajoso para hacer saltar a una generación. Luego vino la etapa oscura, en que las texturas y la creación de atmósferas basada en líneas melódicas entrelazadas de bajo y guitarra eran suficientes para plasmar toda una idea estética.
En esa línea fueron creados discos que hoy son de culto: Faith, Pornography, Disintegration… Pero, también desde sus inicios, la banda británica ha alternado sus inclinaciones melancólicas y existencialistas con un mensaje de júbilo, de goce y de pasión por la vida. Esos impulsos, más propios del Eros, los han llevado a edificar algunas piezas de pop perfecto: “Hot Hot Hot”, “Just Like Heaven”, “The End of the World”… Y una lista larga que obviaremos.
Cuando se les escucha con atención, con pasión, esos clásicos poperos de La Cura exhiben no sólo un espíritu honesto y directo, sino una construcción lírica meticulosa y brillante. Esas canciones, como las otras, es decir, ambas caras de The Cure suenan endiabladamente bien en vivo.
Pero más allá de su calidad, porque muchos músicos tienen calidad, lo que coloca a The Cure en un sitio al que muy pocos artistas pueden aspirar, es su valor de permanencia, de longevidad, de historia. Robert Smith y sus prodigiosos compañeros ocupan, con su música, un sitio en el inconsciente colectivo. Así lo sentí en el tercer concierto que ofrecieron en su segunda visita al Distrito Federal, el lunes, cuando luego de una serie de canciones penumbrosas interpretaron “Lovesong”.
Más de 10 mil personas fueron tocadas en un instante de música, en un brillo único y punzante: un primer acorde, una primera línea de bajo. Era el toque de la historia, de la cultura, de la humanidad, de lo generacional sobre lo personal, y de lo personal dentro de lo generacional.
Por eso, no importa qué tan buenas sean otras bandas o qué tanto hayan innovado en tiempos recientes, la capacidad de emocionar a una multitud, de tocarla de verdad, y de transportarla hacia tiempos remotos de sus historias personales, sigue perteneciéndole a un puñado de músicos, y entre ellos, The Cure tiene un sitio de honor.
Ojalá que vuelvan pronto y que sigamos aquí, dispuestos a escucharlos.
En tres conciertos muy distintos entre sí, el grupo de Robert Smith mostró un dominio y una solvencia interpretativa más allá de cualquier cuestión. Pero más importante incluso resulta la lección moral que deja tras de sí The Cure: se puede hacer música desde el corazón, desde la mente creativa, de gran nivel y sin pensar necesariamente en el gusto del público o de los empresarios.
Así lo ha hecho siempre The Cure, desde la época en que le bastaban tres acordes y un estribillo pegajoso para hacer saltar a una generación. Luego vino la etapa oscura, en que las texturas y la creación de atmósferas basada en líneas melódicas entrelazadas de bajo y guitarra eran suficientes para plasmar toda una idea estética.
En esa línea fueron creados discos que hoy son de culto: Faith, Pornography, Disintegration… Pero, también desde sus inicios, la banda británica ha alternado sus inclinaciones melancólicas y existencialistas con un mensaje de júbilo, de goce y de pasión por la vida. Esos impulsos, más propios del Eros, los han llevado a edificar algunas piezas de pop perfecto: “Hot Hot Hot”, “Just Like Heaven”, “The End of the World”… Y una lista larga que obviaremos.
Cuando se les escucha con atención, con pasión, esos clásicos poperos de La Cura exhiben no sólo un espíritu honesto y directo, sino una construcción lírica meticulosa y brillante. Esas canciones, como las otras, es decir, ambas caras de The Cure suenan endiabladamente bien en vivo.
Pero más allá de su calidad, porque muchos músicos tienen calidad, lo que coloca a The Cure en un sitio al que muy pocos artistas pueden aspirar, es su valor de permanencia, de longevidad, de historia. Robert Smith y sus prodigiosos compañeros ocupan, con su música, un sitio en el inconsciente colectivo. Así lo sentí en el tercer concierto que ofrecieron en su segunda visita al Distrito Federal, el lunes, cuando luego de una serie de canciones penumbrosas interpretaron “Lovesong”.
Más de 10 mil personas fueron tocadas en un instante de música, en un brillo único y punzante: un primer acorde, una primera línea de bajo. Era el toque de la historia, de la cultura, de la humanidad, de lo generacional sobre lo personal, y de lo personal dentro de lo generacional.
Por eso, no importa qué tan buenas sean otras bandas o qué tanto hayan innovado en tiempos recientes, la capacidad de emocionar a una multitud, de tocarla de verdad, y de transportarla hacia tiempos remotos de sus historias personales, sigue perteneciéndole a un puñado de músicos, y entre ellos, The Cure tiene un sitio de honor.
Ojalá que vuelvan pronto y que sigamos aquí, dispuestos a escucharlos.
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